El año: 1814. El lugar: Edo, actualmente la ciudad de Tokyo. Una de las ciudades más pobladas del mundo llena de campesinos, Samurai, citadinos, mercantes, nobles, artistas, cortesanas y, quizá, cosas sobrenaturales. Un consumado artista de su tiempo que está a mediados de sus 50, Tetsuzo, puede presumir de clientes de todo Japón. Trabaja sin descanso en su pequeño taller que está convertido en un pequeño basurero. Dedica sus días a crear asombrosas piezas de arte, desde pinturas de Bodhidharma de 180 metros cuadrados, hasta pequeños gorriones en granos de arroz.
Cuando la cultura europea descubre el gran talento de Tetsuzo se vuelve bastante conocido bajo el seudónimo "Katsushika Hokusai". Se decía que podía superar a los mismísimos Renoir, Van Gogh, Monet y Klimt. Sin embargo, aún hoy día se tiene siempre presente a la mujer que era su asistente y que contribuyó en gran parte a su arte sin que alguien le diera crédito alguno. Esta es la historia jamás contada de O-Ei, la hija del maestro Hokusai: el vivo retrato de una mujer libre a quien eclipsó la enorme sombra de su padre.